Capítulo 1
La Virgen me contempla desde las alturas con expresión severa, casi reprensora. Eso me parece, aunque podría ser mi impresión o un exaltado complejo grecocristiano. ¿Por qué iba a fijarse en mí la madre de Dios?
Ella contempla a su rebaño, que se apelotona en el pórtico inmenso. Y por pura casualidad me encuentro yo entre ellos, con mi esposa y un hatajo de turistas atenienses.
—El mosaico de la Virgen con el Niño data del 867 y es el más antiguo de cuantos se conservan. —La voz de la guía turística me devuelve al presente—. Fue elaborado hacia el final del periodo iconoclasta.
—Gracias, Señor, por haberme permitido verlo —susurra a mi lado Adrianí y se santigua mientras concluye—: Santa María, madre de Dios, escucha mi plegaria. —Yo sé por qué reza, pero prefiero no remover el asunto.
—La altura de la cúpula de Santa Sofía es de cincuenta y cinco metros con sesenta centímetros —suena de nuevo la voz de la guía—. Su diámetro de norte a sur es algo más corto que el diámetro de este a oeste. Allí donde se puede apreciar el texto árabe, en torno a los radios más pequeños, estaba el mosaico del Pantocrátor. El texto árabe, añadido en el siglo XVIII, corresponde al primer versículo del Corán.
En la gran cúpula central, desde el punto que señala la guía, los mosaicos se expanden en franjas que terminan delante de pequeñas ventanas iluminadas por el sol.
—¿Crees que, si rascamos los garabatos, asomará Cristo debajo? Sería divertido —dice Stelaras, y su risa chabacana resuena por la nave mientras su madre le sisea «¡chitón!» al oído.
—No es seguro que aparezca el Pantocrátor —explica la guía—. Muchos arqueólogos y conservadores sostienen que gran parte del mosaico se destruyó.
—A la vuelta de los siglos todo será nuestro de nuevo, pero ¿qué habrá quedado que pueda ser recuperado? —comenta Despotópulos con pesadumbre.
Finjo estar embobado con la grandeza del lugar y me alejo del grupo con la mirada perdida en el entorno, porque Despotópulos, general de una división acorazada en la reserva, es amante de la sagrada alianza entre las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad. Por eso, cada vez que lo acomete la exaltación patriótica me pregunta lo mismo: «¿Usted qué opina, comisario?». Y yo tengo que aguantarme las ganas de contestar que, puesto que los albaneses conquistaron Atenas cuando llegaron a miles tras la caída del régimen comunista, ya es hora de que nosotros reconquistemos Constantinopla, a modo de intercambio depoblaciones a la inversa.
Retrocedo desde el pórtico hasta la puerta imperial, para poder contemplar la iglesia en toda su magnitud. Es curioso, da la impresión de que Santa Sofía hubiera sido construida de tal modo que uno siempre tiene que mirar hacia el cielo, nunca hacia los infiernos. Por más que uno intente fijar la vista en lo bajo y terrenal, ella insiste en deslizarse hacia lo alto, hacia las columnas, las galerías del gineceo, las cúpulas y las ventanas que, selectivamente, iluminan el pórtico con algunas pinceladas de claroscuro. Sin duda, esto tiene que ver con el sobrecogimiento que produce el templo. Por otra parte, todo lo hermoso de la iglesia se encuentra en lo alto y hay que levantar la cabeza para admirarlo. Busco a alguien que mire hacia abajo o a su alrededor, y no encuentro a nadie.
Recorro la iglesia en círculo para admirarla en toda su inmensidad y estudiar la iluminación. Me pisa los talones un batiburrillo de lenguas: inglés, francés, alemán, griego, italiano, turco. Cierro los ojos porque me ciegan los flashes de un grupo de japoneses que se fotografían unos a otros alegremente, mientras, a mi lado, unos monjes embutidos en hábitos color marrón oscuro, con capuchas y unas cruces enormes, escuchan las explicaciones en lengua eslava de un sacerdote.
Adrianí me hace gestos desde lejos para que me reúna con ellos.Petros Márkaris: Muerte en Estambul (Tusquets)
Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana... y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.
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