Πέμπτη 17 Μαΐου 2018

Η ΚΥΠΡΙΑΚΗ ΦΙΛΟΞΕΝΙΑ

Presentó a mi compañero y le dije que habíamos ido a estudiar la disposición de los árboles, cosa que pareció complacerlo aun más. Bailoteó en un éxtasis de servicialidad, como un mono atado a una cadena.
Pero primero era preciso observar estrictamente las leyes de la hospitalidad. Abrió la puerta y nos condujo a la pequeña galería, con sus fantásticas palmeras en la que dos pavos reales conversaban en tono bajo y, colocando sillas para nosotros, nos sirvió vasos de sorbete, que en griego todavía conserva obsesivas huellas del nombre de Afrodita, porque se llama afrós, es decir, espuma. Mientras bebíamos, completamos las cortesías de la convención […]

Todas las noches bebíamos un vaso de dulce y denso commanderia en su pequeña terraza, antes de recorrer las minúsculas callejas serpenteantes, hasta el puerto, para ver cómo se fundía el sol del ocaso. Allí, junto al agua que lamía el muelle, me presentaba formal y urbanamente a sus amigos, el capitán del puerto, el librero, el dueño del almacén de comestibles, que se sentaban junto al agua, a sorber ouzo y a contemplar la gradual desaparición de la luz por sobre los robustos bastiones del castillo de Kirenia y las esbeltas agujas de la mezquita. Al cabo de una semana tenía yo una decena de firmes amigos en el pueblecito, y entonces comencé a entender el verdadero significado de la hospitalidad chipriota, envuelta en una sola palabra, Kopiaste, que en términos generales quiere decir "Siéntate con nosotros y comparte". Imposible pasar por un café, intercambiar un saludo con nadie que estuviese comiendo o bebiendo, sin que le disparasen a uno la palabra como desde la boca de un revólver. Resultaba peligroso incluso gritar "Buen apetito", como se hace en Grecia, a un grupo de obreros que trabajaban en el camino, cuando uno pasaba ante ellos a la hora del almuerzo y los veía sentados bajo un olivo. En el acto contestaba una docena de voces, y una docena de manos agitaban hogazas o jarras de vino...

Lawrence Durrell: Limones amargos (Editorial Sudamericana, 1968)

Limones amargos describe los tres años, entre 1953 y 1956, en que el autor de ese hito de la narrativa erótica que es el Cuarteto de Alejandría, residió en la isla de Chipre en el Mediterráneo. Tras años opacos haciendo de diplomático en Argentina y Yugoslavia, relata el escritor británico nacido en Darjeeling, India, lo que más deseaba en la vida era retirarse, comprar una casa barata en un lugar tranquilo, de preferencia aislado, arreglarla a su modo y vivir sin saber del resto del mundo. ¿Para qué? Pues para escribir. Explica Durrell la génesis de este libro (entre los seis que dedicó a sus peregrinajes): «Los viajes, como los artistas, nacen, no se hacen. Contribuyen a ellos un millar de distintas circunstancias, muy pocas de las cuales han sido deseadas o determinadas por la voluntad… Surgen en forma espontánea de las exigencias de nuestra naturaleza, y los mejores nos conducen, no sólo hacia afuera, hacia el espacio, sino también hacia adentro. Los viajes pueden ser una de las formas más compensatorias de la introspección». Tras lo que él califica de dudas éticas, termina por aceptar un trabajo en el gobierno colonial.


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