El mito inagotable de Alejandro
Por fin voy a visitar la tierra natal de Alejandro Magno.
Conviví estrechamente con él durante un tiempo, mientras leía un libro tras
otro sobre su vida. Apenas transcurridos unos años de su muerte, el rey se
había convertido ya en un personaje literario, un mito, una serie de mitos
sucesivos. Pero hoy quiero encontrar al hombre detrás del mito. Me he propuesto
rastrear las huellas del niño y del joven en los lugares donde transcurrieron
los primeros 20 años de su vida.
Hemos alquilado un pequeño coche, el sol brilla con
fuerza y las carreteras están vacías. Siempre imaginé este país de otra manera.
Quizá más agreste, más grandioso. Un indicador nos dice que estamos llegando a
Pella. Éste es el lugar donde Filipo tuvo su corte y donde nació el más famoso
de sus hijos, destinado a ser mucho más grande que él, mucho más grande que
cualquier otro.
Plutarco cuenta que el nacimiento de Alejandro fue
precedido por visiones y prodigios. Tuvo lugar en el mes de Hecatombeón, que
los antiguos macedonios llamaban Loo y nosotros agosto, y coincidió con aquel
incendio que destruyó el famoso templo de la diosa Ártemis en Éfeso, una de las
siete maravillas del mundo antiguo. A menudo imaginamos la antigüedad como una
época de maravillas. Hoy, al entrar en el recinto arqueológico de Pella, me
cuesta trabajo concebir que aquí pudiera ocurrir nada extraordinario. Un perro
flaco trisca entre los matojos y las máquinas de labranza ronronean en los
campos vecinos. De lo que un día fue una gran ciudad, quedan sólo unas cuantas columnas
en pie. Intento imaginar a Alejandro recorriendo este paraje, quizá
recostándose sobre aquella solitaria columna. Pero la imaginación no parece
obedecerme. Lo primero que vemos al entrar en el pequeño museo es una cabeza de
Alejandro representado como un joven efebo. Le falta la nariz, pero por lo
demás es idéntica a docenas de otras que he visto en museos e ilustraciones.
Alejandro fue uno de los primeros gobernantes que se preocuparon por su imagen
pública. Tuvo sus propios escultores y pintores de corte, quienes reprodujeron
siempre el mismo retrato. Todas las imágenes de Alejandro son la misma. No
muestran a un hombre, sino a un ideal, un dios. Nunca conoceremos su apariencia
real, ni siquiera aquí, tan cerca del lugar donde nació.
En un rincón del museo encuentro una hermosa figura
ecuestre. Tanto el jinete como su montura están mutilados. Pienso en las
docenas de heridas que Alejandro recibió en batalla. Con toda seguridad, las
heridas precipitaron la muerte del rey, que ocurrió en Babilonia cuando tenía
sólo 32 años. Alejandro nunca volvió a Macedonia. Dicen que él siempre miraba
hacia delante, impaciente por descubrir qué había más allá.
Vergina está sólo a 20 o 25 kilómetros. En la antigüedad
se llamaba Aigai y era la ciudad sagrada de los macedonios, el lugar donde
coronaban y enterraban a sus reyes. Hoy es un centro de atracción turística. La
gente acude en manadas a visitar el museo y las tumbas reales que el arqueólogo
Andronikos excavó en los setenta. Una de ellas es la del propio Filipo.
Lo primero que encontramos es el antiguo teatro de la
ciudad. Al pie de la colina hay un círculo delimitado por bloques de piedra.
Aquí estuvo la orquesta del teatro. En el lugar donde se levantó la escena han
plantado unos olivos. Detrás, la gran llanura de Macedonia. Filipo iba a
celebrar aquí sus esponsales. Dicen que invitó a los representantes de todas
las ciudades helenas para jactarse ante ellos de su poder. Pero, tan pronto
como el rey apareció delante de sus invitados, el jefe de su guardia personal
le asestó una puñalada en el pecho. Era el momento de mayor gloria de Filipo.
Pero ahora agoniza en los brazos de Alejandro. Me sitúo en el sitio exacto
donde el rey fue asesinado y les pido a mis compañeros que me hagan una
fotografía.
Seguimos subiendo por la colina y hallamos dos tumbas
encontradas en las primeras excavaciones. Las tumbas de los nobles macedonios
eran como pequeños templos; las losas que las sellaban tenían forma de puerta.
Quizá creían que así la muerte los convertiría en dioses. La inmortalidad
siempre fue una recompensa apetecible. Alejandro la persiguió durante toda su
vida.
En lo alto de la colina están las ruinas del antiguo
palacio de Aigai. La vista es muy hermosa y no puedo pensar en un lugar mejor
donde construir una residencia real. Debió de ser un edificio imponente. Tan es
así que el palacio pervivió en el recuerdo mucho después de que el tiempo
hubiera sepultado la última de sus piedras. El paraje siempre se llamó
Palatitsa (el pequeño palacio), y así fue como los modernos arqueólogos
supieron dónde hundir sus picos.
Son casi las cinco cuando descendemos de la colina y nos
encaminamos hacia el museo. Hay tiendas de recuerdos a ambos lados. La famosa
efigie de Alejandro con los cuernos del dios egipcio Amón se multiplica en
llaveros y medallas. También el llamado Sol de Vergina, una estrella de 16
puntas que adornaba el cofre con los restos de Filipo. Hoy es el símbolo
nacional de los macedonios.
El museo es una construcción subterránea, una especie de
gran madriguera de conejo sobre la que se volvió a erigir el túmulo que ocultó
las tumbas reales durante siglos. La iluminación en el interior es tenue, como
corresponde a un lugar sagrado. Hablamos en susurros y nos movemos
furtivamente, sintiéndonos casi profanadores de tumbas. Vemos suntuosas
ofrendas de oro y de plata expuestas en vitrinas. También las diminutas tallas
de marfil que representan a Filipo y a su familia. En el centro está el cofre
dorado con el sol de Vergina. Me sorprendo al comprobar que es mucho más grande
de lo que yo pensaba. Los huesos guardados dentro de él le revelaron al
arqueólogo Andronikos que su excavación había dado justo en el blanco. Una
tibia más corta que la otra, la órbita destrozada del ojo derecho. Son nuestros
defectos y no nuestras cualidades los que nos representan, incluso después de
muertos. Estoy impaciente por ver la tumba de Filipo. El corazón me late
deprisa cuando entro. Estoy solo y la tumba está allá abajo, al pie de una
grada o escalera. Desciendo lentamente para poder reparar en los detalles. La
pesada puerta de mármol flanqueada por dos pilares, los triglifos en un
brillante tono de azul, el friso cuarteado, pero en el que todavía es posible
distinguir una escena de caza. El joven Alejandro monta sobre Bucéfalo y se dispone a alancear un jabalí. La
penumbra. El silencio. El aire vibra con el poder de la ficción.
¿Lo puedes ver?
Claro que lo puedes ver. Tantas veces lo has imaginado.
Anoche, el cadáver de Filipo ardió sobre la pira.
Alejandro se había rasurado su hermosa melena en señal de duelo y los rubios
cabellos se consumían entre las llamas. Parecía tan joven, tan desvalido...
Después el ejército se reunió para elegir al nuevo rey. El nombre de Alejandro
fue coreado con tal ardor que las montañas, aunque lejanas, devolvieron los
ecos. Sólo tiene 20 años. Pero ahora, a la mañana siguiente, Alejandro ya no
parece un muchacho. Ha pasado la noche velando los restos de su padre dentro de
la tumba. En estos momentos la abandona para que los esclavos puedan fijar la pesada
losa, que se desliza hasta su lugar con un chirrido, Alejandro espera mientras
sellan la entrada. Lo miras mientras los primeros rayos del sol iluminan la
tumba. Y sabes lo que piensa. Piensa que los hombres no alcanzan la edad adulta
hasta ese día atroz en que ven morir a sus padres. Al cabo de un rato,
Alejandro se yergue y se aleja con paso firme. Las huellas de sus sandalias han
quedado impresas sobre la tierra y sabes que también tú puedes marcharte.
Eloy
M. Cebrián (Albacete,
1963), autor de Memorias de
Bucéfalo (elpais.es,
2004)
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