Stratís Tsirkas: Calles difíciles
Poco a poco le dejé
que me sacara casi cien liras, por si se decidía a casarse conmigo. ¡Con qué
sufrimientos y humillaciones había ahorrado yo el dichoso dinero, en total
trescientas liras, mi dote! Puta me llamaban, los de mi familia y los
conocidos. Por eso temblaba, por si me sacaba el dinero y lo perdía para
siempre.
Pero aquel maldito domingo se lo regalaría todo. Llevaba
una semana sin aparecer, y yo, acostumbrada como estaba a verle cada dos o tres
días, me subía por las paredes. Dios mío, decía, que venga por un momento
solamente, para tomar un café, y las cien liras para él, se las regalo. Tanto
me había acostumbrado a él: le quería.
Cada vez que oía subir el ascensor me daba algo. Se me
cortaba la respiración y me temblaban las piernas, como si fueran de tela. La
buena y la mala. Me levantaba y me acercaba a la puerta. Pero no venían donde
nosotras. El ascensor paraba en otra planta y yo volvía y me sentaba otra vez
en la salita, junto a Vula.
No teníamos nada para coser y no esperábamos visitas. Las
chicas habían salido con sus novios a disfrutar del domingo. Era un día
soleado. Enero, pero parecía verano.
Vula y yo nos quedamos en la oscuridad como los
murciélagos. Y ella me hablaba y me hablaba, lo de siempre, sus historias de
fantasmas y asesinatos, enfermedades, mal de ojo, magias, y cada dos por tres
me sacaba a San Fanurios. Se me encogía el corazón, me desesperaba esta mujer.
Nunca se había quitado el negro del luto de encima (que olía a muerto). Calla,
calla, por lo que más quieras, le dije. Quita la pasta del fuego y pon la mesa.
Demasiado le esperamos. En la mesa nos quedamos mudas. La
comida bajaba con dificultad. De vez en cuando, Vula levantaba sus ojos
estrábicos del plato y me miraba. Esperaba un pretexto para empezar de nuevo.
Pensé que podría llegar para el café. Lo tenía por
costumbre. Pero no vino.
A las tres me decidí. Vula, le digo, te dejo aquí. Yo me
voy. Haré como que paso por su casa. Puede que esté enfermo y nosotras no lo
sepamos. Al fin y al cabo, es como si diera un paseo, con este sol... Como
quieras, me dice. Sólo ten cuidado por si te topas con su cuñada, porque tiene
veneno en la lengua: ¿te conté lo que le decía el otro día a Stélena de ti? Lo
sé, lo sé, la interrumpí, y me levanté para cambiarme.
Él vivía con su familia lejos, en los suburbios, en un
barrio pobre lleno de casas de una planta y huertos. En el tranvía me comía la
cabeza por si me perdía en las callejuelas y no encontraba su casa. Vula me
había explicado por dónde ir para no dar una vuelta grande. Es muy fácil, me
dijo. Fácil será para ti. Pero para mí, que siempre me confundo con las calles,
y con esta pierna... Calles difíciles, le dije.
Con semejantes preocupaciones no tenía ojos para ver el
día soleado. Después mi cabeza se fue a otro lado. ¿Y si estaba enfermo de
verdad? ¿Y si era seria la cosa? ¿Cómo me daría cuenta? A lo mejor está su
madre en el balcón y al verme pasar me llama. A veces ocurren cosas así.
Pongamos que yo le diera pena, o que quisiera darle una satisfacción a su hijo.
Sonreía sola. Pero se me venía a la cabeza lo que le
había dicho la cuñada a Stélena. La nuera hablaba mal de la suegra: como si
ella fuera una santa. ¿Te lo crees? ¡Que dios te guarde de esa vieja diabólica!
¿Te he dicho lo que me decía el otro día sobre la jefa de Vula? Preferiría
verle ladrón y asesino, verle en el cadalso, que dejarle casarse con la coja,
la puta. Para pasar el rato, para que tenga un dinerillo, hago como que no me
entero. Pero boda... Así me lo contó Vula, vía Stélena. Pero, por otro lado,
pensaba que quizá la vieja no hubiera dicho esas cosas y ni siquiera las
hubiera pensado, que fuesen palabras de la nuera, que sabe que llegarán a mis
oídos y me hace la guerra. Como si yo le hubiera hecho algo malo. Ni siquiera
la conozco, la muy zorra.
Así, a ratos desesperada, a ratos sonriente, llegué sin
darme cuenta a la iglesia del Profeta Elías. Subí los escalones y encendí una
vela grande delante de San Esteban. Por si estuviera enfermo. Me santigüé y
salí afuera. Atravesé el patio, como me había explicado Vula, y encontré la
puerta de atrás medio abierta.
Pero cuando pisé aquella callejuela, empecé a temblar con
sudor frío. Como si algo me dijera que iba a salir todo mal. Mi piel, que se
había encendido con el sol, ahora se arrugaba. Desde los dos lados de la calle
plantas y árboles sobresalían por las tapias de las huertas y se inclinaban.
Enredaban como trenzas sus ramas arrugadas y formaban una cámara de hojas
verdes y negras. Los gorriones piaban y de pronto se levantaban todos juntos
batiendo las alas. La larga callejuela era atravesada por otras pequeñas que
parecían alfombras de luz resplandeciente.
Empecé a caminar. A mi izquierda, detrás de la tapia de
un huerto, un perro me ladraba. Sentí mis rodillas temblar. Siempre me han dado
miedo los perros.
No me detuve. Cuando estaba ya a punto de llegar a la
tercera callejuela a la derecha, vi la casa de la esquina con el tejado
hundido. Mi corazón latía como si fuera a romperse y el perro ladraba detrás de
mí.
Intenté disimular, caminando indiferente. En el balcón
estaba su vieja. Llevaba un pañuelo nuevo en la cabeza pero sus gafas tenían un
cristal roto de lado a lado. Detrás se le agrandaba un ojo salvaje, como si me
acechara. Si se casa conmigo, pensé, le compraré unas gafas con su montura de
plata y con su funda.
¡Evangelía!, gritó la vieja. Llamaba a su hija mayor, que
se había quedado viuda y que vivía allí con los hijos; Stélena le decía a Vula
que no se lleva bien con la otra viuda, la nuera, la cotorra. Vivía allí
también Giorgos, el hermano mayor, el carpintero. Hace años eran una familia
grande. Pero vino la muerte y segó a ciegas, desmontó las parejas. ¡Cuando
llega la muerte...!
No sabía qué hacer. Detenerme y decir: Buenas tardes, qué
les parece el tiempo, o hacer como que busco una casa. Me conocían y les
conocía; pero hacíamos como que no nos conocíamos.
Me acobardé y pasé de lejos. Escuché una ventana
cerrarse. ¿Sería Evangelía?
¡Stéfanoos!, gritó una voz como si hubiera incendio o se
derramara la leche del fuego. Me mareé. Era como si mi corazón se hubiera
descolgado y rodara por el suelo. Tropecé. ¿Qué pasará? ¿Se asomará él por la
ventana?
Sííí, contestó aburrido un chico. Era su sobrinillo, el
hijo de Evangelía, que se llamaba Stéfanos. Yo ni siquiera giré la cabeza para
mirar. Mi pierna se arrastraba y levantaba polvo. Y detrás de mí me parecía que
oía risas.
A la izquierda vi una calle que conocía. Llevaba a un
descampado con edificios. En uno de ellos, en el ático, vivía una que antes
trabajaba conmigo. Pero no giré. Pensé ir hasta el final de la calle y volver
de nuevo lentamente, para echar otro vistazo.
Un poco más abajo había un chalecillo moderno, con rejas
de hierro, sin árboles. Sólo parterres con hierbas y unos pocos rosales,
sillas, una mesita y encima un juego de té. ¿Y a quién veo sentado? Al señor
Dimitris, mi cliente. Venía a menudo, y siempre aparecía con una jovencilla
morena, canija, llena de caprichos. Pero ahora estaba sentado allí sin
chaqueta, con el chaleco desabrochado, leyendo. Su mujer, una chica modosa,
como de treinta y cinco años, de brazos blancos, iba y venía con el té. Qué
pareja más bonita, diría quien no sabe. Me acordé de la colonia que le estábamos
echando aquel día que se sintió mal, de sus tirantes, de su barriguita. Hasta
le sacamos un mote. Le cantábamos:
No te queda bien el sobrepeso,
Dimiiiiitri.
Me vio con el rabillo del ojo. Dobló el periódico y se
puso a mirarme con la boca abierta. Yo seguí caminando. Llegué hasta el final
de la calle y di la vuelta. Despacio, para no cansar la pierna. Volví a pasar
por delante del chalé. Estaban bebiendo el té sentados los dos. Él se incomodó
al verme.
¿Quién es?, oí que le preguntaba a su mujer. Como si me
dijera: no vengas. ¿Ves? Hago como que no te conozco. Ni siquiera había pasado
por mi cabeza tal cosa. ¿Me iba a enseñar él mi trabajo? Pero tenía ganas de
hacerle algo para que aprendiera, que parecía que veía al diablo. Pero pensé:
ya llegará su hora.
Llegué a la casa del techo hundido. Vi al pequeño
Stéfanos trastear una bicicleta que tenía en el suelo. ¿Dónde está tu tío, mi
vida?, le decía en silencio.
El balcón estaba vacío, las ventanas cerradas. ¿Me
acecharía alguien desde dentro?
¡Stéfanos!, se oyó de nuevo la voz, y volví a asustarme.
Fui como borracha hasta la iglesia. Pero en vez de abrir la puerta e irme di la
vuelta en la misma calle, cojeando. Algo me tiraba. Me moría por verle, saber
cómo estaba.
El pequeño con la bicicleta había desaparecido. Solamente
una ventana quedaba abierta y se veía una cama de hierro con unas viejas
sábanas y un espejo desteñido con un marco de madera muy viejo. Pero, de
repente, otra vez la voz: ¡Stéfanoos! ¡Echa a la mendiga que está sentada
fuera!
Era la nuera, la
cotorra. ¡Ay, cómo me cayó aquello! Pensé detenerme y abrir la boca. Decir
zorras, ¿mendiga yo o vosotras, que lo pedís todo de un hombre? Y les hablaría
de las cien liras que él me había sacado. Si tu suegra lleva pañuelo nuevo, y
tú zapatos nuevos, y Evangelía zapatillas nuevas y Giorgos, el inútil, corbata
de seda, me lo debéis todo a mí, que en Nochevieja llegó y me lo pidió.
Pensé decirlo pero
me contuve y seguí caminando, porque si abría la boca las pondría a todas en mi
contra. Y me había cansado mucho con las idas y venidas. Llegar a mi casita, mi
casita, para descansar. Pero si seguía todo recto me toparía otra vez con
Dimitris. Necesitaba sentarme, tomar un vaso de agua.
Fui donde Kula.
Sabía que no le iba a gustar mi visita. Había logrado casarse con un chófer
chipriota, tenía un niño y esperaba el segundo, la pobre intentaba como fuera
olvidar su antigua vida. Pero yo ¿qué otra cosa podía hacer? Sólo le pediría un
vaso de agua, me sentaría un momento para descansar y me iría.
Eran cuatro los
pisos, con el ático, cinco. La escalera oscura y estrecha, los escalones
incómodos, muy altos. Pensé que no iba a aguantar, pero cuando subí me esperaba
otra desgracia. No había nadie.
Me apoyé en la
terraza y lloré un poco. Me alivió. Alcé la cabeza, vi el sol y el mar. Después
miré abajo, al descampado donde se oían voces. Unos niños del barrio jugaban
con una pelota. Estaba con ellos uno delgadito, pelirrojo, con una pierna
malita y con muleta, no le habían metido en el juego, sólo le dejaban correr para
recoger la pelota cuando caía lejos. El pobrecillo corría y levantaba su mano
libre y su pierna mala, y alcanzaba la pelota y le daba con su pierna buena y
con la muleta, y reía y les miraba. Si se daba cuenta que tardaba, se agachaba
y cogía la pelota con la mano y la tiraba. Le daba tanta alegría una cosa tan
pequeña.
Aquel niño me dio
fuerzas. Volveré a pasarme otra vez, me dije. La última vez. Si está, está; si
no, iré directamente a la puertecilla de la iglesa del Profeta Elías y de allí
a casa.
Bajé con otro aire.
Incluso pensaba que tampoco era para tanto, pasarme tres veces delante de su
casa. Si la primera vez la vieja no me había reconocido, entonces eran solo dos
veces. ¿Acaso son muchas? ¿No le sucede a nadie pasar por una calle dos y tres
veces? Sí, tres son muchas, pero esta sería la última. Me marcharía, y luego
podrían decir lo que quisieran. Entonces me puse a rebuscar aquella palabra de
su cuñada, lo de la mendiga. Me acordé que no dijo la mendiga que pasa o que
rodea. Dijo: que está sentada. Yo no estaba sentada, yo estaba pasando. A lo
mejor tienen otra puerta por detrás e igual estaba sentada allí alguna mendiga,
vete tú a saber.
El sol se estaba
poniendo. Pensaba que si él hubiera ido a las carreras tendría que haber
vuelto. Ay, las carreras, qué pasión. Pero yo sabría, yo encontraría la manera
de quitarle ese vicio.
Estas cosas pensaba
cuando llegué a la esquina de su casa. Las ventanas estaban abiertas pero no se
veía a nadie. De repente oí una voz de hombre y mi corazón dio un vuelco. Me
acerqué sin darme cuenta y agarré la reja con las manos. Pero no era Stéfanos,
era Giorgos, el inútil. Otra vez alubias en domingo, decía, e insultaba. Eh,
niño, sal para comprar ouzo. Rápido, ha dicho, con la bicicleta.
Entonces giré para
irme, pero por desgracia ¿qué es lo que veo? Todos juntos, su madre, Evangelía,
la cuñada y el pequeño habían salido de repente, unos en las ventanas, otros en
el balcón, y me miraban. Parece que el pequeño me había visto desde dentro.
No sabía qué hacer.
Di la vuelta para irme, pero me confundí y en vez de tirar por la callejuela
del Profeta Elías cogí por otro callejón que no sabía adónde llevaba. Y
disimulaba, como una cualquiera que camina. La tierra estaba blanda, no se
había pisado mucho. Tropecé un par de veces. Y el mareo era tan grande que no
sabría decir si oía carcajadas o me pitaban los oídos.
De pronto oigo un
ruido detrás. No miro, pero me doy cuenta de cómo una sombra me cae encima,
encojo los hombros, siento el polvo levantado llenar mi nariz y veo al pequeño
Stéfanos montado en su bicicleta justo delante de mí dentro de una nube. Suelta
los frenos y me rodea dando círculos, como hacen en el circo. Detrás se oyen
risas y aplausos.
Me volvía loca.
Tenía ganas de matarle, al gamberro. Apreté los dientes y aligeré mis pasos.
Pero el niño no se iba, seguía con el mismo jueguecito. Y cuanto más avanzaba
más se oían las risas.
Me llené de polvo,
los dientes me hacían ruido de tanta tierra que estaba tragando, el carmín de
los labios me lo había dejado todo en la mano. Sudaba, los ojos me quemaban, la
pierna se arrastraba, ay, ay, basta, quería gritar. Hasta llegué a correr.
¿Cómo iba a saber
que el gran ridículo estaba por llegar? Cuando levanté la cabeza por un momento
vi una tapia delante, tapia a la derecha, tapia a la izquierda. ¡Aquello era un
callejón sin salida y yo sin saberlo! Busco alrededor por si hay alguna puerta
donde llamar. Nada. Estaba como enterrada viva. Entonces las risas y los gritos
subieron hasta el cielo.
Quería caerme en
aquella misma esquina y dejar mi llanto salir, quería decirles: iros, dejadme,
no quiero nada de vosotros, no pediré nada. Quería haberme muerto.
Pero agaché una vez
más la cabeza y eché a andar de vuelta, desesperada, coja, y el pequeño iba y
venía y me cortaba el camino y se pavoneaba sobre la bicicleta, y las voces y
las carcajadas y los aplausos no pararon en toda la calle y habían salido los
vecinos y los transeúntes miraban y reían y no hubo nadie que les dijera qué
vergüenza, qué estáis haciendo, y yo pasé y no les dije nada. Sólo tropezaba y
caminaba.
Me llevé un disgusto
aquella tarde, una amargura...
Y todo el tiempo que
yo me torturaba en su barrio, él estaba sentado con Vula en la salita y me
esperaban. Había venido, me dijo, para pedirme prestadas cinco liras que debía
en las cartas.
(1946)
Trad.: Vasilikí Kanelliadou
Fuente: lacomunidad.elpais.com
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