Íbamos ganando
altura a un paso vertiginoso. A cada curva que tomábamos, una nueva extensión
de Laconia se desplegaba debajo de nosotros. Estas faldas de montaña ya estaban
en sombras, pero las correspondientes laderas del monte Parnon se hallaban
inmaterializadas por la tenue luz. Los vespertinos
rayos solares incidían de refilón a través de las anfractuosidades de las
montañas, llenando con verde y dorado, así como con suaves sombras, las
elevaciones y las hondonadas de la depresión lacedemonia. Los errantes meandros
del Eurotas se habían contraído en un hilo de agua cuyo recorrido era señalado
por adelfas que abrían los frescos, verdes haces de hojas lanceoladas y de
bonitas flores de papel blanco y rosa sobre poco más que el recuerdo del agua: un
recuerdo cuyo reflejo, a través de los áridos meses que habrían de llegar, protegería
del agostamiento a sus brillantes pétalos. Álamos, sauces, chopos y plátanos se
agitaban a lo largo de las riberas, los olivares moteaban de verde plateado las
moderadas pendientes, y los troncos de los árbolesproyectaban una sombra cada
vez más larga. En numeroslugares, la oblicua luz del sol atrapaba los discos de
las eras, que, tan lisos e impecablemente circulares como la base para un templo
cilíndrico, brillaban como monedas. Ascendimos a una zona en la que parejas de
águilas, señoriales y reservadas, planeaban en círculos, separadas unas de
otras por unos pocos metros de aire: el último vuelo de la jornada. Las
angulosas sombras avanzaban sobre la llanura de debajo, apagando de uno en uno
los destellos de las eras.
Nada en la gracia y
en el encanto de todo esto podía recordarle a uno la Esparta tan poco dada a
los libros y a las musas. El tiempo ha borrado todos los indicios de las odiosas costumbres de aquella Potsdam del Peloponeso,
y un mensaje mucho más antiguo, esclarecido por la indestructible verdad de la
leyenda, alcanza al observador a medida que éste mira hacia abajo; un anuncio
tan milagroso y consolador como la mano de la argiva Helena apoyada sobre su frente.
El observador recuerda que aquí se alzó el palaciode Menelao, ante cuyas
puertas Telémaco y Pisístrato refrenaron su carro conel afán de tener noticias
de Odiseo; aquí permanecieron como huéspedes del rey de cabellos rojos y de su
intemporal reina, y, amodorrados por el nepente, cayeron dormidos. Unos
kilómetros al noroeste se extiende el desfiladero que los condujo de regreso a
Pilos. Alcanzando Kalamata hacia el ocaso, al día siguiente sus ruedas
redujeron la velocidad en las arenas.
El gerente de banco
lanzó su jeep por las pendientes escarpadas. Había tenido comienzo una carrera
contra el sol. La línea de sombra ascendía por las laderas del Taigeto con la inexorabilidad
de las mareas, y por momentos nos sumergía en ella, hasta que algún giro
abrupto del camino, que hacía que el coche se sacudiese vertiginosamente, nos
alzaba, boyantes, una vez más hacia un último y preciado resplandor. Pero de
repente, con un postrero y brusco viraje, nos zambullimos definitivamente en la
sombra. El camino giraba hacia el interior por un verde y elevado valle que,
con sus árboles y sus rebaños, fue rápidamente colmándose con el crepúsculo.
Patrick Leigh Fermor: Mani. Viajes por el sur de Peloponeso (Acantilado)
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