Su padre era ahorrador, trabajador y prudente. Su madre era mala, blasfema y envidiosa. Era una de las arpías de su época. Sabía de brujería. La habían perseguido dos o tres veces los bandoleros, los mozos de Caratasos y de Gatsos y de los demás jefes guerrilleros de Macedonia. Lo hicieron para vengarse, porque les había aojado y no les iban bien las cosas. Tres meses estuvieron de brazos cruzados, y no pudieron hacerse con ningún botín, ni de turcos, ni de cristianos, y el Gobierno de Corinto no les había mandado ninguna ayuda.
La habían perseguido desde la cima de San Atanasio hasta la llanura del Profeta Elías, la de los altos plátanos y la próspera fuente, y desde allí hasta Merovili, en la ladera de la montaña, entre la espesura y las arboledas. Probó a esconderse entre unos matorrales, pero no se dejaron engañar. El rumor de las hojas y las ramas, y su propio miedo, que transmitía un temblor temeroso a las ramas y arbustos, la traicionaron. Escuchó entonces un grito feroz:
—¡Te agarramos, moza!
Ella saltó por entre los arbustos y corrió como tórtola asustada, con sus anchas mangas blancas aleteando. No había ya esperanza alguna de escaparse. Antes, la primera vez que la habían perseguido, había conseguido esconderse, abajo en Piryí, lugar abundante en senderos. Aquí, en Merovili, no había veredas ni laberintos, sólo arboledas y sendas escabrosas. La entonces joven Deljaró, la madre de Frangoyanú, saltaba como una cervatilla de arbusto en arbusto, descalza, pues hacía mucho que se había quitado las zapatillas de los pies (uno de los perseguidores había cogido una como trofeo) y las había tirado tras ella, y las espinas se le clavaban en los talones, y le raspaban los tobillos y las piernas, y le hacían sangre. Entonces, en su desesperación, tuvo una idea.
En aquel bosque, en la ladera de la montaña, había un único olivar cultivado, llamado el Pino de Moraitis. El viejo Moraitis, el abuelo del propietario, había emigrado desde Mistrás hasta aquel lugar a finales del siglo anterior (en la época de Catalina la Grande y Orloff). El famoso pino se erguía en mitad del olivar, como un gigante entre enanos. El árbol milenario estaba hueco cerca de la raíz, en la parte inferior de su gigantesco tronco, que ni cinco hombres podrían rodear con sus brazos. Los pastores y pescadores lo habían ahuecado, le habían vaciado el corazón, le habían excavado la tierra alrededor, para obtener de él abundante madera resinosa para hacer teas. Y pese a su terrible herida en las fibras, en las entrañas, el pino sobrevivió otros tres cuartos de siglo, hasta 1871. Aquel año, alrededor de julio, los habitantes sintieron un gran terremoto, a una milla de distancia, bajo el agua. Aquella noche cayó el gigante.
Hacia aquel hueco, dentro del cual podían sentarse cómodamente dos personas, corrió a esconderse la entonces recién casada Deljaró, la madre de nuestra Frangoyanú. La resolución era desesperada y casi infantil. Allí no estaba escondida más que en su fantasía, como si jugara al escondite. Sus perseguidores, por supuesto, la verían, descubrirían su refugio. Sólo por detrás estaría a salvo, pero no de frente. En cuanto los tres bandoleros rebasaran el pino, la verían como clavada allí.
Los tres hombres corrieron, pasaron de largo y continuaron su carrera. Dos de ellos ni siquiera se dieron la vuelta para mirar atrás. Imaginaban que la muchacha corría delante de ellos. Sólo en el último momento el tercero se volvió hacia atrás, algo confundido, y miró a todas partes menos hacia el tronco del árbol. Veía también una parte del árbol, pero no imaginó que el árbol tenía una cavidad, ni que dentro de la cavidad se escondía una persona. Tuviera o no noticia del hueco del gigantesco árbol, en ese momento no pensó en él. Miró a ver dónde se había abierto la tierra para tragársela —pues no había ningún lugar donde hubiera podido esconderse—. Las dríadas, las ninfas de los bosques, a las que quizás invocaba en su brujería, la protegieron, cegaron a sus perseguidores, arrojaron a sus ojos bruma verdosa, hierba oscura, y no la vieron.
La joven mujer se salvó de sus garras. Y después continuó haciendo brujería, hechizos contra los bandoleros, para desbaratarles el negocio, de manera que no encontraban botín por ninguna parte (y con la ayuda de Dios se calmaron las cosas, y el sultán Mahmud regaló, según dicen, las Espóradas Septentrionales, las «Islas del Diablo», a Grecia), y desde entonces comenzaron a contribuir a la hacienda pública. De recaudar botines pasaron a recaudar impuestos, y desde aquel momento, todo el pueblo elegido sigue trabajando para la sorda y enorme panza central.
Jadula Frányisa, aunque muy pequeña, ya había nacido, y recordaba todo lo que contaba luego su madre. Después, cuando creció, y cumplió diecisiete años, y todo estaba más o menos en paz, en la época de Capodistrias, sus padres la casaron, y le dieron por marido a Yanis Frangos, al que luego su mujer llamaría el Sombreros y el Cuentas.
Estos dos sobrenombres no se los había dado su esposa Jadula sin motivo. «Sombreros» lo había apodado aun antes de casarse, cuando se reía de él a menudo, con su malicia virginal (sin saber que él sería «su suerte» y «su destino») porque, en lugar de fez, llevaba una especie de sombrero alto, rojo ceniza, con flecos cortos. «Cuentas» lo apodó más tarde, después de casados, porque acostumbraba a decir la frase «así están las cuentas», y porque, además, era incapaz de contar ni siquiera unas pocas monedas, ni dos jornales. Si no hubiera sido por ella, lo habrían engañado todos los días; nunca le habrían pagado correctamente su esfuerzo en los barcos, los astilleros y las atarazanas, donde trabajaba como carpintero o calafateador.
Había sido durante mucho tiempo alumno y aprendiz de su padre, ya que ejercía el mismo oficio. Cuando el viejo lo vio tan simple, austero y modesto, lo apreció, y decidió hacer de él su yerno. De dote le dio una casa abandonada, medio derruida, en el antiguo Castro, habitado hace tiempo, antes de 1821. Le dio también un huerto, situado en las afueras de Castro, sobre una costa escarpada, a tres horas de la ciudad actual. Asimismo un pequeño terreno sin cultivar que el vecino reclamaba como suyo; el resto de los vecinos decían que los dos terrenos que se disputaban se los habían apropiado, y que en realidad eran de manos muertas, y pertenecían a un monasterio abandonado. Esta fue la dote que dio el viejo Stazarós a su hija. Además era hija única. Para sí mismo, su mujer y su hijo guardó las dos casas recién construidas en la villa nueva, los dos viñedos cerca de ésta, dos olivares, unos pocos campos y cuanto dinero tenía.
Hasta aquí habían llegado los recuerdos de Fragoyanú aquella noche. Era la undécima noche después del parto de su hija. La niña había tenido una recaída y sufría horribles dolores. Había venido al mundo enferma. La desgracia la perseguía desde el vientre de su madre... En aquel instante se escuchó una tos espasmódica, y sus ensueños y recuerdos se interrumpieron. Se levantó del catre en el que estaba recostada, se inclinó sobre la criatura, e intentó ayudarla. Acercó a la luz del candil un pequeño frasco. Probó a darle una cucharada en los labios a la niña. La pequeña tragó el líquido y un momento después lo vomitó de nuevo.
Alexandros Papadiamantis: La asesina (Periférica, 2010)
trad.: Laura Salas Rodríguez
María Alkeu en la película de Costas Feris, 1974
Tula Stazopulu en la teleserie de Ángelos Kovotsos, 1993
Lidía Koniordu
Teatro Politía, Atenas, 1998-99
Beti Arvaniti
Teatro Odú Kefalinías, Atenas, 2011-12