Miliá
Emmanouil Roídis, 1ª publicación
en “Acrópolis Navideña”, 1895
Jesús dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí
Lucas, 19, 16
Lucas, 19, 16
En un pueblo de la
Magna Grecia vivía una niña de corazón tan bueno y agraciado que todo el mundo
quería. Aunque no era rica, encontraba la manera de ayudar siempre a los
pobres, pues cualquier cosa que le daban, la compartía con ellos, y cuando sus
manos estaban vacías, su corazón y su boca estaban llenos siempre de buenos
sentimientos y buenas palabras para consolarlos. No solamente los hombres y los
animales de casa, sino también las aves del bosque la querían. Cuando la veían
pasar, bajaban de los árboles y la seguían como perritos para que les diera la
mitad de su pan.
Le decían Miliá (manzano) porque la habían encontrado, una mañana de abril, bajo un árbol de manzanas, cubierta de flores blancas que había posado sobre ella el viento en la noche.
Le decían Miliá (manzano) porque la habían encontrado, una mañana de abril, bajo un árbol de manzanas, cubierta de flores blancas que había posado sobre ella el viento en la noche.
La pareja de
ancianos que la había adoptado era tan pobre que sólo les alcanzaba lo que
ganaban, la anciana con la costura y el anciano cortando leña, para que no
tuviera hambre. Miliá hacía también lo que podía para ayudarlos. Recogía en el
bosque frutos salvajes, violetas y otras flores que ofrecía a los
transeúntes con una sonrisa tan dulce que rara vez le negaban cinco monedas
quienes tenían para darle. Pero de éstos no había muchos en aquél pueblo
humilde, y el pan y las castañas que comían el anciano y la anciana eran
siempre menos que su hambre, y aún más pequeña la ración de Miliá, pues lo
compartía con los pobres y las aves.
Miliá tenían
diecisiete años, cuando, una noche, creyendo sus papás adoptivos que dormía,
escuchó decir el anciano a su mujer:
“No sé qué será de
nosotros, si Dios no nos hace algún milagro para ayudarnos. Los leños que puedo
levantar en mi vieja espalda cada vez son menos, y tú en lugar de tres,
necesitas ahora cinco horas para bordar un calcetín. Miliá come poco, pero
adora compartir el pan con los pobres y las aves. Pienso en qué puede pasar si
muriéramos. Si fuera uno o dos años mayor, la mandaría a la ciudad a conseguir
trabajo. Madura y esforzada como es, encontraría fácil un buen puesto, y no se
olvidaría de la gente pobre que la crió, cuando ya no tenga fuerza para cortar
leña ni tú dedos para bordar”.
Miliá hizo como que
no escuchó nada. A la mañana siguiente se levantó antes de irse. Acomodó sus
pocas cosas, apretó su corazón, se enjugó los ojos, que corrían como una llave,
y fue a despedirse de la anciana pareja. También lloraron ellos, después, sin
embargo, pensaron que era una aparición de la voluntad divina que Miliá pensara
también aquella noche lo mismo que habían pensado ellos. Dejaron que se fuera
apenas le dieron muchos besos, sus buenos deseos y una pita para que comiera en
el camino.
Todo el pueblo
quiso acompañarla una hora en el camino hacia la Llave Fría. La siguieron hasta
ahí un tullido que era jalado por su perro y dos enfermos con muletas. La
acompañaron también cabras, cabritos, gallinas, gansos, patos, gallos y
pájaros, porque todos los hombres y los animales la querían y a todos dolía su
despedida.
Mientras más lejos
se veía la despedida con el paño de los ancianos, Miliá intentaba encontrar
fuerza. Cuando, sin embargo, se detuvo a ver aquello, sintió, por primera vez,
que estaba sola en el mundo; la queja se apoderó de ella y comenzó de nuevo a
llorar. Caminó todo el día sin descansar y sin ni siquiera haber mordido su
pita. El dolor del corazón llena como pan el estómago vacío de los desdichados.
Habiendo caminado
diez horas enteras, se sentó bajo un castaño para descansar. Ni siquiera se
había sentado bien, cuando la asustaron dos disparos de rifle y el ladrido de
un perro ronco. Se volteó para ver y vio una nube de aves que huían asustadas.
- Vengan hacia mí,
gritaba, vengan rápido a esconderse entre estos arbustos. No tengan miedo, las
liberaré, si no me mata a mi también el cazador y si no me come el perro.
Las aves
reconocieron su voz y se reunieron a su alrededor, apresurándose a esconderse
bajo las ramas bajas, juntitas la una de la otra. Miliá escuchaba el latido de
los cien corazones de las aves, tic-toc, como los relojes en el taller del
relojero.
En aquél momento,
surgió el cazador con su perro, animal formidable de pelaje amarillo, dientes
afilados y ojos rojos que ardían como el carbón.
- Nena, preguntó,
¿no viste pasar por aquí a unas aves o a algún otro animal de caza? Desde la
mañana estoy corriendo tras algo y no he matado nada. Te voy a dar estas dos
monedas de plata si me enseñas el camino correcto.
Mientras el cazador
hablaba, el perro seguía ladrando y el corazón de las aves, latiendo más
fuerte. El atardecer del sol hacía que las monedas de plata brillaran como si
fueran de oro.
- Hiciste muy bien
en preguntarme, respondió Miliá. Antes de que vinieras, vi una bandada de
perdices que volaban hacia el norte, dos liebres que corrían por aquí derecho,
un ciervo que huía hacia el oriente y una pareja de faisanes, hacia el
occidente. Tienes que escoger entonces, pues no tienes mucho tiempo que perder,
si quieres alcanzarlos.
El cazador le dio
las monedas y se fue hacia el oriente; el perro, sin embargo, no quería irse,
insistía en oler las ramas, en ladrar y en enseñar sus terribles dientes. Miliá
pensó entonces en darle su pita para que se calmara; su dueño le dio una patada
y sólo entonces decidió el animal malo seguirlo, no muy contento, continuando
su ladrido como si dijera al cazador que es una pena que las niñas se burlen de
tal manera de un hombre tonto.
Cuando el cazador
se perdió lejos en el bosque y se dejó de escuchar la voz del perro, salieron
de su escondite las aves sin saber qué hacer para agradecer a Miliá. Estaban
sentadas sobre su hombro, cantaban en su oído “gracias”, aleteaban para
refrescarla y le hacían cosquillas en las manos, en los labios, en las mejillas
y en su cuello. Los pinzones y los petirrojos se alejaron y regresaron para
traerle cerezas, flores de loto, zarzamoras y uvas salvajes para que cenara,
mientras los pajaritos y los halcones peregrinos le preparaban una cama suave
de hojas de castaño, menta y lavanda para que durmiera. Habiendo rezado, se
acostó en aquella olorosa cama, la taparon con helecho para que no tuviera frío
y se posaron sobre los árboles de alrededor para cuidarla.
A la mañana
siguiente, la despertó el canto matutino de la cagujada y vinieron a darle los
buenos días también las otras aves. Habiendo terminado el canto de las aves, tomó
la palabra el dulce orador, el ruiseñor, y le dijo lo siguiente en la lengua de
las aves, la cual entendía bien y hablaba más o menos Miliá:
- Nos dijiste ayer
que vas a la capital a conseguir suerte y hoy en la mañana supimos por un gayo
que se presenta una oportunidad única que tienes que aprovechar. El rey, que
enviudó el año antepasado, se cansó de sus grandezas, sus glorias, sus riquezas
y de cuanto más envidia el mundo. Tanta es su pena y su melancolía que se
atrevió a prometer la mitad de su reino a aquél que consiga hacerlo pasar una
sola hora sin bostezos ni suspiros. Muchos llegaron de todas partes a probar.
Esta noche es la prueba y a la capital son solamente cinco horas de camino.
Levántate, Miliá, y arréglate para ir al palacio a que ganes el premio. Te
acompañaré yo con otras aves y te diré al oído qué debes hacer.
- Queridas aves,
respondió Miliá, tienen un buen corazón, pero no muy buen conocimiento. Me
ordenan que vaya sin pensar que sólo a ustedes Dios cuidó de dotarlas de
plumas. Yo no tengo nada que ponerme más que esta falda vieja que visto. ¿Con
esto quieren que vaya a que me reciba el rey y su séquito?
- Las aves no son
tan tontas como lo cree la gente, respondió el ruiseñor. No te diría que te
arreglaras si no hubiéramos preparado tu vestido. Somos amigos de unos gusanos
de seda y los pusimos a trabajar para que te hiciera este vestido que no tiene
par en todo el reino.
Trajeron entonces
un vestido de satín blanco de una sola pieza que tenía encima tejidos la
primavera con todas sus flores y el cielo con todas sus estrellas.
- Yo, dijo el
abejaruco, corrí toda la noche para encontrar esta flor blanca para que te la
pongas en tus cabellos.
- Yo, dijo el
petirrojo, junté gotitas de rocío y te hice un collar que brilla más que los
diamantes.
- Yo, dijo el
torcecuello, te traigo este abanico, hecho con una pluma de cada ave.
Habiéndose puesto
el vestido y sus adornos, Miliá pareció tan bella que comenzaron a entonar un
canto esplendoroso todas las aves juntas. Sólo Miliá permanecía pensativa y sin
decir palabra.
- ¿Qué va a pasar
cuando me hable el rey y sepa desde que hable que soy una aldeana de la montaña
que no sabe nada del mundo? Dijo.
- Eso no importa,
respondió el ruiseñor. Esta amiga mía, la corneja gris, que ves a mi lado,
anida desde hace veinte años en el techo del palacio y conoce todos sus
secretos. La traje a propósito para que te los enseñe. En una hora te enseñará
cuantas cosas alcancen para que conozcas los puntos débiles del rey.
Con las monedas que
le dio el cazador, Miliá rentó una elegante carroza y exactamente a las nueve
de la noche se presentó en el gran salón del palacio. La sensación que
provocaron la belleza de su cara y el brillo de su vestido fue tamaña que todas
las mujeres despintadas se pusieron amarillas de envidia, y desde aquella noche
quedó claro quiénes se arreglan y quiénes no.
El rey bajó de su
trono y vino a presentarse, cosa que no había hecho en otra ocasión, más que
cuando vino de visita la emperatriz de Levante. Sin cuidar de la costumbre, la
tomó de la mano y la sentó a su lado, preguntándole de qué reino venía o si
había bajado del cielo, porque no creía cómo la tierra podía haber dado a luz a
una mujer tan bella.
Miliá se sonrojó y
le respondió con mucha humildad y gracia que era una aldeana humilde y que
había venido a competir con los otros por el premio.
- Debes saber, le
dijo el rey, que tanto me ha satisfecho y hecho reír toda diversión y
espectáculo, que ya nada disfruto. Tengo años enteros que no río. Todo me
parece insípido, aburrido y cocido en agua. Pero esa belleza tuya cegó mis ojos
sin curar el hastío y la pena de mi alma. Deseo que tu arte me divierta y tu
belleza sea grande.
Y habiendo dicho
esto, ordenó que comenzara la competencia.
Sus palabras
asustaron a Miliá, tanto que no sabía cómo conseguiría hacer reír a aquél rey
que no había reído en años. Habría perdido su ánimo, si no hubiera venido en
aquél momento el ruiseñor a cantarle en el oído: “No te preocupes, las aves
prepararon todo”.
El primer
competidor se presentó. Era un famoso ciudadano de aquella parte que podía
hacer aparecer cosas, tan capaz que todos lo consideraban mago y fue obligado a
huir de aquella ciudad, donde acostumbraban entonces quemar magos. Éste adivinó
la carta, as de espadas, que había pensado el rey; frió huevos en el sombrero
del jefe del séquito real y mandó la peluca rubia de la Gran Señora a cubrir la
calvicie del caballerizo. Después logró sacar de la nariz del ministro de
justicia una cuerda de lazo y del bolsillo del general del ejército, una liebre
salvaje. Todo iba bien, sólo que el rey no se había reído hasta ahora. Con la
esperanza de lograr también eso, se concentró en hacer aparecer la corona real
en la cabeza de un cerdo salvaje, la cual estaba puesta en la mesa de la cena.
El rey, sin embargo, parecía que no estaba dispuesto a ello, y en lugar de
reír, encontró sin chiste el acto y mandó a que lo sacaran con un vergazo en la
zona baja que está abajo de la espalda.
El segundo
competidor era un filósofo serio de barba blanca de la zona de Holanda. Éste
había traído consigo un aparato extraño con una especie de recipiente de vidrio
encima. Lo abrió y echó adentro carbón ahumado, una cucharada de mercurio, una
pizca de piedra de caballo, una rama de romero y una buena ración de mercurio
verde. Lo mezcló todo con una cuchara de oro e inmediatamente se calentó, se
prendió, se inflamó, después se enfrió, se cristalizó y el recipiente quedó
repleto de diamantes, grandes como huevos de paloma. Todo el séquito se quedó
extasiado y todas las damas extendían su mano para agarrar uno de los diamantes
que comenzó el filósofo a repartir. Pero el rey se enojó de nuevo, ordenó que
las damas entregaran todo de regreso y dijo con enojo al químico: “¿No
pensaste, estúpido, que si los diamantes los llegaran a tener todos como
piedras de río, toda mi riqueza perdería su valor, la cual es de las primeras
en el mundo y que si necesito dinero, puedo vender cuanto quiera? Lárgate de
aquí, y si haces de nuevo diamantes, te quebraré la cabeza con tu propia
máquina”.
El tercero era el
primer científico de un nuevo mundo, que había descubierto otro Colón, más allá
de la masa de agua a la que llaman Atlántico. Este neo-mundista había logrado,
después de muchos estudios y pruebas, atrapar los rayos solares en unas
botellitas que parecían pequeñas peras, antes de que llegaran a enterrarse en
sus cuevas. Después de haber mareado a la gente con su discurso, el científico
comenzó a explicar que estas peras de rayos solares eran un nuevo sistema de
iluminación y que con la mitad de dinero darían luz diez veces más que el
aceite, cuyo precio se multiplicaría diez veces, ya que no servía más que para
freír y hacer ensalada.
- ¡No sabes,
imbécil – lo interrumpió el rey, amarillo del coraje-, que las propiedades de
mi reino, las mías y las del pueblo, son todas campos de olivo, y vienes aquí a
elevarnos el precio del aceite! Desaparece de mi vista, y si mañana te
encuentro todavía por la región, te cubriré de aceite y te quemaré vivo.
Era turno entonces
de Miliá, temblaba toda, viendo cuán malvado había sido el rey. Pero otra vez
el ruiseñor le cantó al oído y le dio ánimos. Los ojos de todos estaban
clavados en ella y el silencio, tan perfecto, que alguien podía escuchar a una
hormiga volando o a una hierba creciendo.
Miliá ordenó
entonces que las veinte ventanas del salón se abrieran. Inmediatamente volaron,
dentro de la sala, pequeñas aves de todo tipo y de toda especie: abejarucos
amarillos, petirrojos, aves de pesca plateadas, mirlos negros, tordos
emplumados, cardenales amarillos, pinzones, frentones, colibrís, aves de río,
castañuelas, malatritas, cornejas grises, collalbas rubias, pájaros carpinteros
y alcaudones. Después de que aletearon por uno o dos minutos, aquí y allá,
alrededor de las lámparas y las lámparas de aceite, como las aves locas que
eran, hicieron después un gran círculo. El ruiseñor se colocó en el centro
dirigiendo como director de orquesta, con sus alas, el ritmo, escuchándose
entonces una sinfonía tan dulce que dirías que la habría compuesto la música
del paraíso, Santa Cecilia. De todos los fragmentos gustó mucho más un cuarteto
de pinzones que hizo llorar a todos, y la cómica canción del gayo, tan
juguetona y vivazmente entonada, que todo el séquito comenzó a dejarse llevar y
a mover los pies como si los calcetines se les hubieran llenado de hormigas.
- Bailen ahora,
aves mías, ordenó Miliá.
Veinte parejas de
canarios comenzaron entonces a bailar un vals juguetón y original. Con un ala
eran sostenidos dos pájaros abrazados y volaban hacia la otra. Las parejas
recorrían la sala como el viento y daban diez veces la vuelta a la sala.
Después bailaba en el piso una cuadrillada deliciosa de abubillas, pero aún más
éxito alcanzó el cotellón con todas sus piruetas. En esto, las gracias de un
inaceptable jilguero hizo que el corazón de todos se saliera, pues lo
presentaron diez series de bailarines y a nadie le gustó que mirara con
altanería, diciendo no con la cabeza. La onceava vez, sin embargo, le gustó al
jilguero, pues para que lo aceptara se le tuvo que dar una hormiga que había
atrapado. Abrazó a su bailarina y comenzaron a dar vueltas por la sala con
gracia y una técnica única.
No terminaría nunca
si quisiera contarte todo. El espectáculo cerró con una lluvia de flores raras
que habían traído las gaviotas del extranjero. Lo más raro de todo fue una flor
de loto azul traída del Nilo que ofreció Miliá al rey.
El rey estaba tan
feliz y contento. La sangre se le subió a la palidez de su cara pintándolo y
sus ojos echaban chispas. No tenía cabeza para pensar en la grandeza ni en sus
antepasados ni en nada que dijeran los príncipes, los duques, los soldados, los
ministros, los mandatarios. Se agachó y besó a Miliá en la frente, en las dos
mejillas y cerca de la oreja. Aquél beso cruzado, como le decían, equivalía
entonces en la Magna Grecia a una señal de matrimonio. No puedo decir si a todo
el séquito le gustó aquél matrimonio. Todos, sin embargo, fueron obligados,
queriéndolo o no, a gritar: ¡Viva nuestra reina! Lo mismo gritaron en su lengua
también las aves, y viendo que Miliá lloraba, mientras se despedían de ella, le
prometieron visitarla seguido.
Los matrimonios se
realizaron una semana después con mucha solemnidad y lujo. Fueron invitados los
padres adoptivos de Miliá, el anciano y la anciana, cuya alegría los hacía
parecer diez años más jóvenes.
El rey, para
tenerlos cerca de su esposa, pidió que se les encontrara algún puesto público
en la capital. Viendo cómo la anciana era cuidadosa, buena ama de casa, que no
comía mucho y que en todo era ordenada, la hizo ministra de economía. El
anciano era ya algo irremediable. No sabía el hombre ni escribir ni leer. El
rey se rompía la cabeza pensando cómo era posible emplearlo, cuando pasó que
murió el ministro de educación pública. No encontrando otra solución, dio al
anciano el puesto del finado, y desde entonces nació y continúa hasta el día de
hoy, en muchas partes, la costumbre de dar a cualquier analfabeto el puesto de
ministro de educación.
Emmanuil Roidis: Relatos de Siros (Universidad de Sevilla)
trad.: Carmen Vilela
Fuente: elsemanario.org
2 σχόλια:
Buenisimo el cuento. Valdría la pena que lo leyera cierto ministro de educación.
Pues, yo puedo pensar en más que uno. :)
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