






He vivido instantes como éste en diversas ocasiones durante mis estancias en Grecia y me digo a mí mismo que lo que perdura en mí de aquellos años griegos son esos momentos. Cuando los recuerdo, los siento más presentes que nunca, y cuando les busco un sentido, pienso en esos augures antiguos que leían el destino de los hombres y de las ciudades en el vuelo de los pájaros o en el susurro del viento entre la carrasca. Si lo fortuito, si lo accidental, tiene un mensaje —¿y qué hay más fortuito, más accidental, que el vuelo de los pájaros o el silbido del viento?—, entonces esas imágenes que no dejan de aparecérseme también esconden enigmas, lenguajes secretos que marcan un camino que, sin duda, se remonta a mi infancia.De vuelta al monasterio donde me alojaba, después de una larga excursión a las cuevas de los ermitaños,me detuve ante un paisaje ya conocido y, no obstante, fantásticamente nuevo: una ladera donde se escalonaban pequeñas casas destartaladas, cubierta de olivos y naranjos, con una mancha blanca que era una terraza sombreada por un parral, y la redondez de una cúpula erguida como un seno hacia el cielo. A través del tamiz de árboles—donde se adivinaba, invisible, la presencia de los monjes—, se oían voces, sonidos y gritos con una nitidez asombrosa a pesar de su lejanía. Me quedé a escuchar el maúllo de los gatos, el ruido seco de una rama que se quebraba, el murmullo de las conversaciones, de las que casi distinguía las palabras, y perdí toda noción del tiempo, como si el paisaje, los gritos y los colores se hubieran convertido en fragmentos de eternidad. Pero de pronto algo se vació, en mí y alrededor de mí, como si la luz se hubiera retirado de los árboles y del cielo, y aquella tarde volvió a ser una tarde cualquiera.