Τρίτη 20 Δεκεμβρίου 2011

Η ΦΟΝΙΣΣΑ 1


Recostada cerca del fuego, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde de la chimenea, la tía Jadula, más conocida como Yanú Frányisa, la de Ioanis Frangos, no dormía, sino que sacrificaba su sueño al lado de la cuna de su pequeña nieta enferma. La parturienta, la madre de la criatura, se había dormido hacía poco sobre su pobre jergón colocado a ras de suelo.
El pequeño candil titilaba, colgado bajo la campana del hogar. Arrojaba más sombra que luz sobre los escasos y miserables muebles, que parecían más limpios y ordenados por la noche. Las tres teas a medio consumir y el gran leño de pie en el fuego arrojaban mucha ceniza, algunas brasas y, por momentos, una llama temblorosa; entonces la vieja recordaba entre sueños a su ausente hija pequeña, Crinió, que si se encontrara en aquel momento en la habitación, canturrearía, como salmodiando, aquello de: «Si es amigo, que se alegre; si enemigo, que reviente...».
Jadula, la llamada Frányisa, o Frangoyanú, de casi sesenta años, era una mujer bien hecha, de rasgos hombrunos, de energía masculina, y con un asomo de bigote sobre los labios. Al reflexionar, a la luz de sus recuerdos, sobre su vida entera, veía que no había hecho otra cosa que servir a los demás. De niña, sirvió a sus padres. Cuando se casó, fue esclava de su marido —y sin embargo, a causa del carácter de ella y de la debilidad de él, fue a la vez también su tutora—; cuando tuvo hijos, fue criada de sus hijos; cuando sus hijos tuvieron hijos, fue de nuevo la sirvienta de sus nietos.
La criatura había nacido dos semanas antes. Su madre había tenido un parto difícil. Era la que dormía en la cama, la hija primogénita de Frangoyanú, Deljaró Trajílena, la mujer de Trajilis. Se habían dado prisa en bautizarla el décimo día porque estaba muy enferma: tenía una tos que parecía tos ferina, acompañada de síntomas casi espasmódicos. Cuando la bautizaron, la criatura se encontró mejor la primera noche, y la tos disminuyó un poco. Durante muchas noches, Frangoyanú no había conciliado el sueño ni había cerrado los párpados, velando al lado de la criatura, que no podía imaginar cuántas molestias ocasionaba, ni cuánto martirio le quedaba por sufrir, si sobrevivía. Y no podía ni imaginarse la pregunta que sólo su abuela se hacía para sus adentros: «Dios mío, ¿para qué tiene que venir ella también al mundo?»
La vieja la acunaba, y habría sido capaz de hacer de sus sufrimientos canciones sobre la cuna de la pequeña. Durante la noche pasada, en efecto, había «delirado» evocando todas sus amarguras con crudeza. En forma de imágenes, escenas y visiones, había rememorado toda su vida, inútil, vana y pesada.

Alexandros Papadiamantis: La asesina (Periférica, 2010)
trad.: Laura Salas Rodríguez

La asesina
película griega de Costas Feris (1974)


“Pero vamos a ver, dígame usted si hacía falta que nacieran tantas niñas. Y si nacen, ¿vale la pena criarlas? Mejor que no salgan adelante”

Este escalofriante pensamiento de su protagonista resume la tesis de La asesina de Alexandros Papadiamantis, autor griego del s. XIX que, como suele suceder, a menudo aparece etiquetado como costumbrista o muy del gusto de la época. Sin embargo, con ser el mejor representante del relato de su tiempo, y el más conocido entre los griegos, hay que decir que La asesina es mucho más que una novela corta decimonónica, porque contiene una reflexión inusual para el mundo griego sobre la mujer, su situación y papel en la sociedad, que el autor retrata con amargura en la persona de Fragoyanú, una de tantas mujeres de las islas o las poblaciones pequeñas de aquel estado griego recién inaugurado, marcada desde su nacimiento por el azar de haber sido niña y no varón.
En una sociedad mermada por las guerras, la pobreza y la emigración masculina, donde la tradición exige de la mujer una generosa dote (una vivienda, terrenos y dinero en metálico, además del ajuar) para poder acceder al matrimonio y liberar así a los padres de una pesada carga, nacer mujer o engendrar niñas es casi una maldición, o al menos a esa conclusión llega nuestra asesina tras una muy difícil vida en la que solo ha contado con su ingenio (una mente femenina, que se dice en griego, por su capacidad de resolución) para sortear las sucesivas olas que la han azotado desde su llegada al mundo.
Raquel Pérez Mena

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