Cuando colocaron la sirena encima de la casa vecinal, se nos encogió el corazón y diríase que la luz se ensombreció en el patio. Día y noche la teníamos en el pensamiento –a ella y a la guerra. Incluso las riñas en la vecindad cesaron por un tiempo y, por el contrario, crecieron las comidillas acerca de la política y de los bombardeos. Pero, cuando un día hicieron un simulacro de alarma y saltó nuestra sirena al tiempo que las otras, nuestra mente se conmocionó de miedo, pero también por un recóndito orgullo.
Desde el momento en que Italia había puesto el pie en Albania, estábamos todos seguros de que, tarde o temprano, los italianos nos golpearían y de que nuestra ciudad la bombardearían de todas todas. Lo que más temíamos de todo, eran los gases. Los italianos habían lanzado gases también en Abisinia. Los niños nos reuníamos y hablábamos enardecidos de los diferentes tipos de gases que oíamos. Aparte de los que le provocan a uno asfixia, también estaban los que quemaban le piel. Nada más pisar el suelo regado con ese gas, se te quemaban los pies. Había llegado a la conclusión de que en tal circunstancia, convendría cambiarse constantemente de zapatos. Y yo sólo tenía un par; por ello, precisamente, no jugaba al futbol. Otros hablaban de unas bombas de quinientos kilos que perforaban, según decían, hasta el cemento más grueso; pero de ésas no tenían los italianos, sino sólo los alemanes y los ingleses.
Yorgos Ioannu: El Sarcófago (Secretariado de publicaciónes e intercambio científico Universidad de Valladolid – Ministerio de Cultura de la República de Grecia, 1998)
Trad.: Amor López Jimeno, Elisa Ibánez Orcajo, Román Bermejo López-Muñiz
Desde el momento en que Italia había puesto el pie en Albania, estábamos todos seguros de que, tarde o temprano, los italianos nos golpearían y de que nuestra ciudad la bombardearían de todas todas. Lo que más temíamos de todo, eran los gases. Los italianos habían lanzado gases también en Abisinia. Los niños nos reuníamos y hablábamos enardecidos de los diferentes tipos de gases que oíamos. Aparte de los que le provocan a uno asfixia, también estaban los que quemaban le piel. Nada más pisar el suelo regado con ese gas, se te quemaban los pies. Había llegado a la conclusión de que en tal circunstancia, convendría cambiarse constantemente de zapatos. Y yo sólo tenía un par; por ello, precisamente, no jugaba al futbol. Otros hablaban de unas bombas de quinientos kilos que perforaban, según decían, hasta el cemento más grueso; pero de ésas no tenían los italianos, sino sólo los alemanes y los ingleses.
Yorgos Ioannu: El Sarcófago (Secretariado de publicaciónes e intercambio científico Universidad de Valladolid – Ministerio de Cultura de la República de Grecia, 1998)
Trad.: Amor López Jimeno, Elisa Ibánez Orcajo, Román Bermejo López-Muñiz
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